By Gonzalo Colque, Vision 360:
Far from operating in secrecy, drug trafficking moves in broad daylight, injecting millions into the national economy.
Drug trafficking is often taught in university classrooms as an “underground economy” that operates in the shadows, but this view is misleading. In daily life, it is visible to everyone: businesses with few customers that inexplicably thrive or ordinary people who suddenly flaunt fortunes and gain social acceptance. Political power and law enforcement not only know the big players by name but, in many cases, become key components of their protection networks, as evidenced by the case of Captain José Carlos Aldunate.
Far from being a clandestine operation, drug trafficking openly fuels the national economy. Beyond confirming the complicity of multiple sectors, this phenomenon raises a crucial question: to what extent are Bolivians, as a society and a state, willing to confront this scourge?
To answer clearly, it is imperative to question what is commonly known and even rethink our understanding of the problem. A starting point would be accepting the premise that the drug economy is not a separate and isolated world but one that intertwines with the formal and informal economies, legitimate and illicit businesses. There are no clear boundaries between them—only blurred lines, gray areas, and interconnections. These intersections create a favorable environment for drug traffickers to skillfully combine legal investments with money laundering operations, where front businesses blend seamlessly with legitimate enterprises.
Deep down, we all know this is the case—that the narcoeconomy permeates nearly every aspect of national life—but we refuse to explicitly acknowledge it. This collective indifference is not a minor detail; it serves as the flawed premise upon which anti-drug policies and strategies are built: the notion that drug trafficking is a contained crime, disconnected from the rest of the economy. This way of perceiving reality explains, for instance, why the highest echelons of economic and political power remain untouchable, even though many harbor drug lords who present themselves to society as prosperous, heroic, and philanthropic entrepreneurs. From these circles of influence, drug traffickers establish patronage relationships and control protection networks that extend to unions, businesspeople, politicians, security forces, judicial operators, and many others.
According to the most reliable estimates available, drug trafficking revenues account for between 2% and 3.5% of the Gross Domestic Product (GDP). A recent study published by the Center for Labor and Agrarian Development Studies estimates it at 3.3%, which, extrapolated with 2023 data, amounts to around $1.5 billion. To put this into perspective, this figure equals the total value of Bolivia’s natural gas exports for the same year and is twice the value of gold exports. In other words, it would be enough to pay the annual salaries of all personnel in the National Police and the Armed Forces—twice over.
As can be deduced, we face a complex challenge on two fronts. On one hand, drug trafficking is like metastatic cancer, having already spread across all layers of Bolivian society and state institutions. On the other hand, the revenue it generates is comparable to multiple productive sectors combined, making it an influential force capable of stabilizing or destabilizing the national economy.
The bad news is that the situation could worsen. The narcoeconomy and organized crime are showing signs of becoming structuring forces in our daily lives. At this point, Chapare is almost a convenient scapegoat, used to avoid a frank discussion about the true extent of drug trafficking’s entanglement in the country’s social, political, economic, and territorial fabric. Some time ago, an article I wrote about the connections between soy producers in Santa Cruz and coca growers in Chapare provoked an angry reaction from the conservative elite in Santa Cruz, who preferred to turn a blind eye to verifiable facts. Such reactions are not a good sign, as it is well known that denial is merely the first stage in confronting and accepting a painful reality.
Thus, insisting on anti-drug policies and actions that deny the interconnections of the narcoeconomy is akin to relying on a medical treatment that continues to prescribe remedies worse than the disease itself. A concrete example is the prison system, which operates under a legal framework based on the belief that incarceration disrupts crime, when in reality, Bolivia’s open-regime prisons serve to expand and strengthen drug trafficking networks.
Returning to the initial question, these considerations lead to a grim conclusion. As a society and a state, we are not prepared to confront the narcoeconomy—at least not under current conditions. Financial investigations are more politically subordinated than ever, and the discretionary handling of seized assets has led police forces to mimic the ostentatious consumption of drug traffickers. Narco culture is flourishing dangerously.
The fight against drug trafficking should not be limited to pursuing the most exposed and vulnerable links in the chain; rather, it must be conceived as a state-level battle against a deeply embedded system of complicities within Bolivia’s social and institutional fabric.
Por Gonzalo Colque, Vision 360:
Lejos de operar en la clandestinidad, el narcotráfico se mueve a plena luz del día, inyectando millones a la economía nacional.
El narcotráfico suele enseñarse en las aulas universitarias como una “economía subterránea” que opera en las sombras, pero esta visión es engañosa. En el día a día, está a vista y paciencia de todos: negocios con escasa clientela, que prosperan inexplicablemente o personas comunes que, de la noche a la mañana, ostentan fortunas y gozan de aceptación social. El poder político y las fuerzas policiales no solo conocen a los peces gordos por su nombre y apellido, sino que en muchos casos se convierten en piezas clave dentro de sus redes de protección, tal como lo evidencia el caso del capitán José Carlos Aldunate.
Lejos de operar en la clandestinidad, el narcotráfico se mueve a plena luz del día, inyectando millones a la economía nacional. Más allá de confirmar la complicidad de múltiples sectores, este fenómeno plantea una cuestión crucial: ¿hasta qué punto los bolivianos, como sociedad y Estado, estamos dispuestos a enfrentar este flagelo?
Para responder con claridad, es imperativo dudar de lo conocido e incluso replantear nuestra comprensión del problema. Un punto de partida sería aceptando la premisa de que la economía del narcotráfico, lejos de ser un mundo clandestino y aislado, se entrelaza con la economía formal, la economía informal, los negocios lícitos e ilícitos. No existen fronteras claras entre ellos, sino líneas difusas, zonas grises e interconexiones. Estos entrecruzamientos crean un entorno favorable para que los narcotraficantes combinen hábilmente inversiones legales con operaciones de lavado de activos, donde los negocios fachada se camuflan con lo legítimo.
En el fondo, todos sabemos que es así, que la narcoeconomía impregna casi todos los ámbitos de la vida nacional, pero nos negamos a admitirlo de manera explícita. No es un detalle menor esta displicencia colectiva porque se constituye en la premisa equivocada en que se asientan las políticas y estrategias de la lucha antidrogas: la de que el narcotráfico es un delito encapsulado y desvinculado del resto de la economía. Esta forma de concebir la realidad explica, por ejemplo, por qué las altas esferas de poder económico y político permanecen intocables, pese a que muchas de ellas cobijan a los grandes capos que se presentan ante la sociedad como empresarios héroes, prósperos y benefactores. Desde estos círculos de influencia, los narcos tejen relaciones clientelares y manejan redes de protección que abarcan sindicatos, empresarios, políticos, fuerzas de seguridad, operadores judiciales, entre muchos otros.
Según las estimaciones más fiables disponibles, los ingresos generados por el narcotráfico representan entre un 2% y un 3,5% del Producto Interno Bruto (PIB). Un estudio reciente publicado por el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario considera que llega a un 3,3% que, extrapolando con datos del 2023, equivale a unos 1,5 mil millones de dólares. Para poner en perspectiva, esta cifra equivale al total de las exportaciones de gas natural del mismo año y duplica el valor de exportación del oro boliviano. Puesto de otra forma, alcanza para pagar dos veces los sueldos y salarios de un año de todo el personal de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas.
Como se puede deducir, estamos frente a un desafío complejo por doble partida. Por un lado, el narcotráfico es como un cáncer metastásico que ya se ha propagado por todas las capas o estratos de la sociedad boliviana y las instituciones del Estado y, por otro lado, los ingresos que mueve representan montos que suman los ingresos de varios rubros productivos, por lo que tiene un papel influyente y capaz de estabilizar o desestabilizar la economía nacional.
La mala noticia es que la situación puede agravarse. La narcoeconomía y el crimen organizando están mostrando señales de convertirse en ejes estructurantes de nuestra cotidianidad. A estas alturas, el Chapare es casi un chivo expiatorio conveniente, utilizado para evadir una discusión franca sobre la verdadera magnitud del narcotráfico en el entramado social, político, económico y territorial del país. Tiempo atrás, un texto que escribí sobre los vínculos entre los soyeros de Santa Cruz y los cocaleros del Chapare desató una reacción airada entre la cruceñidad conservadora, quienes prefirieron cerrar los ojos ante hechos comprobables. Estas reacciones no son una buena señal, porque es bien sabido que la negación es apenas la primera etapa en el proceso de confrontación y aceptación de una realidad dolorosa.
Entonces, insistir en políticas y acciones antidrogas que niegan las interconexiones de la narcoeconomía equivale a aferrarnos a un tratamiento médico que sigue confiando en remedios que son peor que la enfermedad. Un ejemplo concreto es el sistema penitenciario que funciona según un ordenamiento jurídico basado en la creencia de que la cárcel desarticula el crimen, cuando, en realidad, el régimen abierto que rige en Bolivia reproduce y amplifica las redes del narcotráfico.
Retomando la pregunta inicial, estas consideraciones conducen a una respuesta nada alentadora. Como sociedad y Estado, no estamos preparados para enfrentar la narcoeconomía, al menos no en las actuales condiciones. Las investigaciones financieras están más subordinadas que nunca al poder político y el manejo discrecional de los bienes incautados reproduce entre las filas policiales el consumo exhibicionista de los narcos. La cultura narco florece peligrosamente.
La lucha contra el narcotráfico no debería limitarse a la persecución de los eslabones más expuestos y vulnerables, sino concebirse como una batalla con rango de política de Estado en contra de un sistema de complicidades profundamente arraigado en el tejido social y estatal del país.
https://www.vision360.bo/noticias/2025/02/28/20828-narcoeconomia-boliviana
