
By Renzo Abruzzese, Brujula Digital:
An interview with a high-ranking official from YPFB, directly responsible for the supply of gasoline and diesel in the country, allowed us to witness an unprecedented event. While the interviewer showed him the immense lines of cars and all kinds of vehicles, pump after pump, the official insistently maintained that the situation was absolutely normal, as if none of what was visible was actually happening.
A careful observation of this real episode compels us to identify the psychological mechanisms manifesting in what seemed like an act of unlimited cynicism. Perhaps Freud would have found that clinging to an image of normality, completely disconnected from reality, was an unconscious manifestation of the unipolar rigidity of the caudillo to whom he obeyed—the psychologically sublimated image of the father figure. We were probably witnessing the action of that subconscious barrier that makes it impossible to think differently or contradict the boss (the sublimated embodiment of the father), even if what he asserts is total nonsense. Freud said that when overwhelming events occur around a person and the situation becomes unmanageable and painful, their defense mechanisms are denial, projection, or rationalization.
In the episode we are discussing, the government official was unable to rationalize positively the fuel shortages, the immense lines, or the public protests in a logical manner; the only recourse was to deny them. In reality, the immense lines and the scuffles seen on screen never reached his conscious mind. This is what happens when ideology manages to subjugate rationality and blind reason, to the point that psychoanalysts would say the official was not being merely obstinate; denying the images was—unconsciously—the only way to survive the weight of reality and the yoke of unconditional dependence on the boss. This often happens when the caudillo, the monarch, or the ruler has so deeply influenced the unconscious of his followers that they transfer, in every act of public service, their emotional relationship with the one who has subjugated them. That boss does not accept anything different from his own narrative; he is the man who owns the singular thought, the proprietor of the truth, the caudillo who acts as president, dictator, demigod, and substitute for the father figure: the jefazo [bigwig, autocrat].
None of this happens in a vacuum. Political lying can also be understood through the prism of power relations. Politicians, when lying, may attempt to maintain control and dominance over their followers. Freud would say that such behavior is related to the libido, that invisible force that drives many of our actions and behaviors, including love, hate, ambition, and the unbridled desire for power.
Seen in this way, it is not entirely surprising that government officials accept and reproduce lies that, under other circumstances, they would reject. This identification with the jefazo may be a defensive process that allows them to avoid internal conflict and cognitive dissonance, which does not free them from guilt, because there inevitably comes a moment when reality imposes itself so forcefully that no psychological defense mechanism remains effective. Psychiatrists call this moment the “reality principle.”
When the “reality principle” is systematically evaded, as happened during the last 20 years of MAS rule, society as a whole—beyond political, ideological, religious, or gender positions—desperately seeks someone capable of reconstructing the truth and providing the common citizen with a sufficient dose of certainty and confidence. Thus, reconstructing the truth after two decades of pathological lying becomes the first task of any democratic government in the post-MAS era.
Lies, deceit, trickery, and a cunning, shameless attitude have eroded society’s ability to trust in politics and have generated the firm impression that any politician is the embodiment of deception or its closest equivalent: an embodiment of evil.
Perhaps the greatest damage that MAS has inflicted on the history of Bolivian society has been to undermine social certainty to the point of pushing it to the brink of radical disbelief—that disbelief that devours hope and darkens the horizon, filling the souls of citizens with fear. That is the fruit of these men who, for 20 years, lied to the country and attempted to fabricate a rhetoric and a narrative beyond the overwhelming reality of a nation that today painfully pays the price of deception, lies, and corruption.
Por Renzo Abruzzese, Brújula Digital:
Una entrevista a un alto funcionario de YPFB, responsable directo del abastecimiento de gasolina y diésel en el país, nos permitió presenciar un evento inédito hasta entonces. Mientras la entrevistadora le mostraba las inmensas colas de automóviles y vehículos de todo tipo, surtidor tras surtidor, el funcionario sostenía obsecuentemente que la situación era absolutamente normal, como si nada de lo que se veía estuviese pasando.
Una observación detenida de este episodio real nos obliga a identificar los mecanismos psicológicos que se manifestaban en aquello que parecía un acto de cinismo ilimitado. Quizá Freud hubiera encontrado que aferrarse a una imagen de normalidad absolutamente desconectada de la realidad era una manifestación inconsciente de la rigidez unipolar del caudillo al que obedecía, psicológicamente hablando, la imagen sublimada de la figura del padre. Probablemente presenciábamos el accionar de esa barrera subconsciente por la que no es posible pensar diferente ni contradecir al jefe (encarnación sublimada del padre), aun si lo que él sostiene fuera un absurdo total. Freud decía que los mecanismos de defensa del sujeto, cuando a su alrededor suceden eventos abrumadores y la situación se muestra inmanejable y dolorosa, son la negación, la proyección o la racionalización.
En el episodio que comentamos, al funcionario gubernamental no le era posible racionalizar positivamente la falta de combustibles, las inmensas colas ni la protesta ciudadana de manera lógica: el único recurso era negarlas. A ciencia cierta, las inmensas colas y las trifulcas que se veían en pantalla nunca llegaron a su esfera consciente. Esto es lo que sucede cuando la ideología logra doblegar la racionalidad y enceguecer la razón, de manera que los psicoanalistas dirían que el funcionario no pecaba de caprichoso; negar las imágenes era —inconscientemente— la única manera de sobrevivir al peso de la realidad y al yugo de dependencia incondicional al jefe. Esto suele suceder cuando el caudillo, el monarca o el mandamás ha influido de tal manera en el inconsciente de sus afines que estos transfieren, en cada acto de la función pública, las relaciones emocionales con quien los tiene doblegados. Ese jefe no acepta nada diferente a su propio relato, es el hombre dueño del pensamiento único, el propietario de la verdad, el caudillo que funge de presidente, dictador, semidiós y sustituto de la figura paterna: el jefazo.
Nada de esto sucede en el vacío. La mentira política también puede ser entendida a través del prisma de las relaciones de poder. Los políticos, al mentir, pueden intentar mantener el control y la dominación sobre sus seguidores. Freud diría que tal comportamiento está relacionado con la libido, esa invisible fuerza que impulsa muchas de nuestras acciones y comportamientos, incluyendo el amor, el odio, la ambición y el deseo desenfrenado de poder.
Vistas así las cosas, no resulta del todo sorprendente que los funcionarios del gobierno acepten y reproduzcan mentiras que, de otro modo, rechazarían. Esta identificación con el jefazo puede ser un proceso defensivo que les permite evitar el conflicto interno y la disonancia cognitiva, lo que no los libera de culpa, porque, ciertamente, hay un momento en que la realidad se impone de manera tan contundente que ningún mecanismo psicológico de defensa resulta eficiente. Los psiquiatras llaman a este momento el “principio de realidad”.
Cuando el “principio de realidad” es sistemáticamente evadido, como sucedió en los últimos 20 años de gobierno del MAS, el conjunto de la sociedad, más allá de sus posiciones políticas, ideológicas, religiosas, de género o lo que fuese, busca desesperadamente a alguien capaz de reconstruir la verdad y dotar al ciudadano común de una dosis suficiente de certidumbre y confianza. Así pues, reconstruir la verdad después de dos décadas de mentira patológica se impone como la primera gestión de cualquier gobierno democrático en la era postmasista.
La mentira, el engaño, la triquiñuela, la actitud mañosa y sinvergüenza han minado la capacidad social de creer en la política y han generado la certera impresión de que cualquier político es la encarnación del engaño o su equivalente más próximo: una encarnación del mal.
Probablemente, el mayor daño que el MAS ha dejado en la historia de la sociedad boliviana ha sido minar la certidumbre social al punto de arrinconarla al borde del abismo de la incredulidad radical, esa incredulidad que devora la esperanza y oscurece el horizonte, llenando de temores el alma de los ciudadanos. Ese es el fruto de estos hombres que, durante 20 años, le mintieron al país e intentaron fabricar una retórica y un relato más allá de la abrumadora realidad de un país que hoy paga dolorosamente las facturas del engaño, la mentira y la corrupción.
https://brujuladigital.net/opinion/freud-en-la-casa-del-pueblo
