In election times, easy promises often become political currency. In the first round, one topic was recurrent among several candidates: the proposal to legalize the smuggled cars circulating on Bolivian roads. Though framed as economic relief for thousands of families, the measure hides serious risks that threaten the formal economy, legal certainty, international commitments, and the State’s sovereignty itself.
Estimates suggest that at least 500,000 smuggled cars circulate in Bolivia, with some figures reaching 750,000. The phenomenon is so massive that at least 70 informal fairs exist exclusively for their purchase and sale, many located in contraband strongholds where customs and the military cannot enter. This institutional vacuum has become fertile ground for criminal networks tied to car theft in neighboring countries, drug trafficking, and customs corruption.
Legalizing smuggled cars would, in practice, reward illegality. It would deal a direct blow to those who legally import vehicles, paying tariffs, taxes, and complying with technical and environmental standards. Every legalized smuggled car represents customs revenues the treasury never received—a multimillion-dollar loss at a time when public finances are already strained.
On the international stage, nationalizing undocumented vehicles would openly violate Bolivia’s commitments to the World Trade Organization, the Andean Community, and the World Customs Organization, all of which demand consistent policies against smuggling and piracy. How can a State demand respect for its exports while legitimizing contraband at home? Such an amnesty erodes credibility abroad and risks diplomatic tensions with Chile, Peru, and Brazil, from where thousands of stolen cars originate.
History should serve as a warning. In 2011, Evo Morales’s government approved an “extraordinary” legalization of smuggled cars, presented as a one-time measure. Instead, it became a magnet that encouraged even more smuggling. Over a decade later, the numbers are worse. Another legalization would only perpetuate the vicious cycle: first illegal entry, then social pressure, and finally a “political solution” through nationalization.
Politicians advocating for this policy are not ignorant of the risks; rather, they aim to capture votes from rural and border areas where smuggled cars dominate transportation. It is a short-term strategy that sacrifices national interest for electoral gain.
The country needs structural solutions, not electoral shortcuts. Bolivia requires stronger customs enforcement, greater state presence at the borders, and programs to renew the vehicle fleet with legal, efficient, and less-polluting cars. Anything less is surrendering to organized crime and condemning the nation to permanent informality.
The populist temptation of smuggled cars may deliver votes, but it is a pact with illegality. And a country that normalizes illegality is doomed to repeat its crisis again and again.
En tiempos electorales, las promesas fáciles suelen convertirse en moneda corriente. En la primera vuelta, un tema fue recurrente para varios candidatos: la propuesta de nacionalizar los autos chutos que circulan por las carreteras bolivianas. Bajo la apariencia de un alivio económico para miles de familias, la medida esconde riesgos profundos que comprometen la economía formal, la seguridad jurídica, el cumplimiento de tratados internacionales y la propia soberanía del Estado.
Según estimaciones, en Bolivia circulan al menos 500 mil autos chutos, y algunos cálculos elevan la cifra hasta 750 mil. La magnitud del fenómeno es tan grande que hoy existen al menos 70 ferias informales dedicadas exclusivamente a la compra y venta de estos vehículos, muchas de ellas en zonas rojas del contrabando, donde la Aduana y las Fuerzas Armadas no logran entrar. Este vacío institucional se ha convertido en terreno fértil para redes criminales que controlan un negocio millonario vinculado al robo de vehículos en países vecinos, al narcotráfico y a la corrupción aduanera.
Legalizar los autos chutos equivaldría, en la práctica, a premiar la ilegalidad. Sería un golpe directo contra quienes cumplen con la importación legal de vehículos, pagando aranceles, impuestos y cumpliendo normas técnicas y ambientales. Cada auto chuto nacionalizado representa tributos aduaneros que nunca ingresaron al fisco. Hablamos de una pérdida millonaria para el Estado, en momentos en que las finanzas públicas ya atraviesan una crisis de ingresos.
En el plano internacional, la nacionalización de vehículos indocumentados sería una flagrante violación de los compromisos asumidos por Bolivia en la Organización Mundial del Comercio, la Comunidad Andina y la Organización Mundial de Aduanas. Estos organismos exigen políticas consistentes contra el contrabando y la piratería. ¿Cómo puede un Estado pedir respeto a sus exportaciones si, al mismo tiempo, convierte en legales productos de contrabando? Una amnistía de este tipo erosiona la credibilidad internacional y abre la puerta a tensiones diplomáticas con países como Chile, Perú y Brasil, de donde provienen miles de vehículos robados.
La experiencia histórica debería bastar de advertencia. En 2011, el Gobierno de Evo Morales aprobó una nacionalización extraordinaria de autos chutos. La medida, presentada como “única e irrepetible”, terminó convirtiéndose en un imán que incentivó aún más el contrabando. Hoy, más de una década después, los números son mucho peores. Legalizar nuevamente los autos chutos solo perpetuaría el círculo vicioso: primero el ingreso ilegal, luego la presión social y finalmente la “solución política” en forma de nacionalización.
Los políticos que defienden esta medida no ignoran los riesgos; más bien buscan capitalizar el voto de sectores rurales y fronterizos donde los chutos son el medio de transporte predominante. Es una estrategia de corto plazo que sacrifica el interés nacional por la ambición electoral.
El país necesita soluciones estructurales, no atajos electorales. Bolivia requiere políticas de fortalecimiento aduanero, mayor presencia del Estado en zonas de frontera y programas de incentivo para renovar el parque automotor con vehículos legales, eficientes y menos contaminantes. Lo contrario es rendirse ante el crimen organizado y condenar al país a vivir en la informalidad permanente.
La tentación populista de los autos chutos puede rendir votos, pero es un pacto con la ilegalidad. Y un país que normaliza la ilegalidad está condenado a repetir su crisis una y otra vez.
https://www.eldeber.com.bo/opinion/la-trampa-populista-de-los-autos-chutos_527387/
