By Manfredo Kempff, El Diario:
Several cannon shots fell near the patriot troops on November 21, 1816, at El Pari, thundering and sending up clouds of sand. There were bucks and neighs from horses trying to spook, and some attempted to break free from the hands of their riders, who had to punish them.
Then the brave Argentine Colonel Ignacio Warnes told Mercado that the time to attack had come. “You respond with the cavalry, ‘Colorao’,” he shouted. The “Colorao” rallied his men again, and they galloped against the cavalry of the then-called “Godos.” They responded in kind. There were a few carbine shots, but when the two forces collided, only the noise of metal and the screams of the first wounded and fallen, trampled by horses, could be heard. Colonel Mercado split a head and thrust a sword into the chest of an officer wearing a silver-embroidered jacket and red braids. The clash was fierce while Mercado desperately searched for Aguilera. He knew who he was and where he might be. He was convinced that by killing the enemy commander, the battle would be won.
The wind lifted a tremendous dust that harmed both sides. For about fifteen minutes, there was true carnage, and in the clash, neither adversary gave ground. But, little by little, with Mercado shouting as if possessed, the royalist horses began to retreat. They could have been tired and poorly fed beasts. It was no more than the right flank giving way to avoid being surrounded when some of Aguilera’s horses began to show their rumps.
Encouraged, the troops of Santa Cruz attacked with greater momentum, fueled by a sense of certain victory, and the enemy cavalry began to fall back south, away from the bulk of their army. They stopped to regroup, fought again, but were swept aside once more. This happened two or three times. They did not want to abandon the battlefield, so they had to retreat or die. The “Colorao” was bloodied, his face reddened. His officers tried to place themselves in front of him to protect him, but he pushed them aside and continued with his war cries.
The pursuit continued, and Aguilera’s cavalry dispersed along unknown paths, down trails that ended in marshes, leaving them to God’s mercy. The largest group was chased to the town of Peji, where they regrouped and resisted, but they were already far fewer than the patriots. They were beaten again, surrounded, and thrown from their mounts to be finished with lances on the ground. Mercado separated, covered in blood and dust, when he observed that the enemy cavalry—mostly Spanish and Upper Peruvian—surrendered, handing over their weapons.
They had traveled about six leagues fighting, and by that hour, four or five in the afternoon, the sun fell like lead. Men and beasts lay across the plains, and the cries of the wounded were a true lament. Vultures, black as death, glided over the battlefield, and some bolder birds, farther from the noise, were already pecking at the dead and some immobilized, who, still alive, screamed in pain as each peck tore off pieces of flesh.
Colonel Mercado’s mind, however, remained on El Pari, with Warnes. The battle would be decided there. They took a few prisoners and the best-preserved horses; the captives’ hands were tied, and they hurried back toward the battlefield. More than three hours had passed since the colonel had parted from his superior. The distant thunder of cannon fire had long since ceased, meaning the fight might have ended.
Suddenly, a rider appeared in the distance, signaling with his arms. Mercado was surprised. He had a bad feeling. He approached the lancer, who shouted repeatedly, as if possessed: “They killed the chief! They killed Colonel Warnes! They killed the commander!” Mercado froze, incredulous. He questioned him briefly, both mounted, and learned that the chief had been thrown to the ground by a cannon blast. His horse had fallen on his right leg, leaving him immobilized. The lancer had witnessed everything a few meters away, unable to defend the commander, though he was wounded several times in the attempt.
Unfortunately, several soldiers of the “Talavera” regiment fought alongside them—he said—who, though stunned by the cannon blast that brought down Warnes’ horse, seeing the fallen and defenseless patriot colonel, shot him and caused his death. He then received multiple bayonet and spear wounds.
Aguilera then had his fallen enemy’s head cut off and raised on the tip of a pike as a sign of triumph. Santa Cruz de la Sierra had fallen again into royalist hands, and a nine-year war began, which Mercado would wage from the hills and mountains to reclaim freedom.
Por Manfredo Kempff Suárez, El Diario:
Varios cañonazos cayeron cerca de las tropas patriotas el 21 de noviembre de 1816, en El Pari, haciendo estruendo y levantando montones de arena. Hubo un corcoveo y relincho de caballos que querían espantarse y algunos intentaban zafarse de las manos de sus jinetes, que tenían que castigarlos.
Entonces el bravo coronel argentino, Ignacio Warnes, le dijo a Mercado que había llegado la hora de atacar. “Vos me respondés de la caballería ‘tabla’ Colorao”, le gritó. El “Colorao” arengó nuevamente a sus hombres y se lanzaron al galope contra la caballería de los entonces llamados godos. Ellos también lo hicieron. Hubo algunos disparos de carabina, pero en el momento en que chocaron ambas fuerzas solo se escuchó el ruido del metal y los gritos de los primeros heridos y derribados que eran pisoteados por los caballos. El coronel Mercado partió una cabeza y le dio una estocada en el pecho a un oficial que lucía chaqueta bordada en plata y alamares rojos. El encontrón fue feroz mientras Mercado buscaba desesperado a Aguilera. Sabía quién era y por dónde podía estar. Estaba convencido de que, matando al jefe enemigo, la batalla se ganaría.
El viento volvió a levantar un tierral tremendo que perjudicó a ambos contendientes. Durante unos quince minutos hubo una verdadera carnicería y en el encontrón ninguno de los adversarios cedía. Pero, poco a poco, con Mercado gritando como un poseído, los caballos realistas empezaron a retroceder. Podía que se tratara de bestias cansadas y mal alimentadas. No fue más que cediera el lado derecho, dando pie atrás para evitar que los rodearan, cuando algunos caballos de Aguilera empezaron a mostrar la grupa.
Animados, atacaron con mayor ímpetu los cruceños, alentados por una segura victoria, y la caballería enemiga empezó a retirarse hacia el sur, alejándose del grueso de su ejército. Se detenían para reagruparse, se volvía a combatir, pero se los volvía a arrollar. Eso sucedió dos o tres veces. No querían abandonar el campo de batalla, entonces tenían que retroceder o morir. El “Colorao” estaba manchado de sangre, enrojecido hasta la cara. Sus oficiales quisieron ponerse delante de él para protegerlo, pero los apartó y siguió con sus alaridos de guerra.
Continuaron la persecución y la caballería de Aguilera se fue dispersando por caminos desconocidos, por sendas que acababan en curiches, a la suerte de Dios. Al grupo más nutrido lo persiguieron hasta la localidad de Peji, donde se organizaron y les hicieron frente, pero ya eran mucho menos que los patriotas. Les dieron otra zurra, cercándolos y derribándolos de sus monturas para acabarlos a lanzazos en el suelo. Mercado se separó, cubierto de sangre y polvo, cuando observó que la caballería enemiga, mayoritariamente española y altoperuana, se rendía entregando sus armas.
Habían recorrido unas seis leguas combatiendo y a esa hora, las 4 o 5 de la tarde, el sol caía como plomo. Bestias y hombres estaban tirados por la pampa y los ayes de los heridos eran un verdadero lamento. Los suchas, negros como la muerte, planeaban extendiendo sus alas sobre el campo de batalla y algunos pajarracos, más osados y alejados del ruido, ya estaban picoteando muertos y a algunos inmovilizados que, con vida todavía, chillaban de dolor con cada picotazo que les arrancaba un pedazo de pellejo.
La mente del coronel Mercado, no obstante, estaba en El Pari, con Warnes. Ahí se decidiría el combate. Tomaron algunos prisioneros y los caballos mejor conservados; les amarraron las manos a los cautivos, y regresaron apresurados hacia el campo de batalla. Habían transcurrido más de 3 horas desde que el coronel se despidió de su superior. Hacía rato que no se escuchaba el tronar lejano de los cañonazos, lo que significaba que la lucha podía haber terminado.
De pronto, un jinete apareció en la distancia haciendo señales con los brazos. Mercado se extrañó. Tuvo un mal presentimiento. Se acercó el lancero gritando repetidamente como un enajenado: “¡Mataron al jefe! ¡Mataron al coronel Warnes! ¡Mataron al comandante!”. Mercado quedó paralizado, incrédulo. Lo interrogó brevemente, con apuro, ambos montados, y le dijo que el jefe había sido tirado al suelo por la explosión de un disparo de cañón. Que el caballo había caído encima de su pierna derecha y que lo dejó inmovilizado. Qué él lo había visto todo, a pocos metros, sin poder defender al comandante, aunque se hizo herir varias veces en su intento.
Lamentablemente, estaban combatiendo a su lado varios soldados del regimiento “Talavera” –dijo– que, aunque aturdidos por la explosión del cañonazo que derribó al caballo de Warnes, viendo tumbado e indefenso al coronel patriota, le dispararon y le produjeron la muerte. Y que luego recibió varias heridas con bayoneta y lanza.
Luego Aguilera le hizo cortar la cabeza a su enemigo yacente y la levantó en la punta de una pica en señal de triunfo. Santa Cruz de la Sierra había caído nuevamente en manos realistas, y empezaba una guerra de 9 años, que, desde los montes y las serranías, emprendería Mercado para recuperar la libertad.
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